Como lo dije en el post anterior, la vida en el exterior, especialmente si
se cambia de destino tan seguido –como yo lo he hecho-, promueve el
relativismo.
El relativismo es un concepto filosófico que sostiene básicamente que
todos los puntos de vista son igualmente válidos, que no existe una verdad ni
validez universal, y que toda verdad es relativa al individuo.
Superficialmente el relativismo puede parecer bueno. Bueno cuando se valoran
diferentes culturas y se está en contra del absolutismo, el etnocentrismo y el
universalismo cultural. Bueno cuando se entiende que no hay culturas superiores
a otras, que hay formas diferentes y muy válidas de ver el mundo, de hacer las
cosas. Bueno cuando se fortalece el respeto y la tolerancia por la diferencia.
Bueno cuando es lo que el antropólogo Franz Boas definió como el
relativismo cultural. Esa teoría basada en el concepto de que todos los
sistemas culturales son esencialmente iguales en cuanto a su valoración; y que
las diferencias entre distintas sociedades surgen como resultado de sus propias
condiciones históricas, sociales y/o geográficas.
Hasta cierto punto el relativismo
es bueno.
En esta vida de expat se oyen a menudo frases relacionadas con el
relativismo y el concepto es fácil de incorporarlo en la propia vida. “Tu
verdad no es necesariamente mi verdad”, “no se puede/debe juzgar al otro”, “el
que sea libre de pecado que tire la primera piedra”, “todo depende”, “en esta
vida todo es relativo”. Al conocer tanto, tantas formas de vida, tantas
mentalidades, tantas formas de hacer las cosas llega un momento en que no hay
un piso común donde todos estamos de acuerdo con lo que está bien y lo que está mal (aquí no toco temas como matar o robar).
Así por ejemplo, escupir en la calle está mal para mí pero bien para los
habitantes del lugar X que limpian su aparato respiratorio en sitios públicos. La
desigualdad entre hombres y mujeres está mal para mí pero los que viven en el
lugar Y dicen que la discriminación es una forma de proteger a la mujer de trabajos
arduos. Botar basura en la calle está mal para mí pero botarla en una ciudad
sucia no es grave, igual para eso se pagan impuestos, dicen.
Es cierto que la vida expat le abre a uno muchísimo la mente, le da la
opción de no sólo viajar sino adentrarse en la cotidianidad de culturas tan
diferentes. Pero también, esa misma amplitud genera un piso falso donde
pararse. Ese piso que ha sido construido con las creencias y valores a lo largo
de su vida en una sociedad, de pronto deja de ser tan firme y ya no se comparte con los que lo rodean. Darse
cuenta de que la verdad con la que uno creció no se aplica necesariamente en
todos los casos puede resultar frustrante y confrontar sus propios valores
constantemente. Es como no hablar el mismo idioma todo el tiempo. No entenderse.
Esto ciertamente crea conflictos porque fácilmente se incorpora la
mentalidad de que en la vida todo es válido, para qué creer que algo está
bien si nadie más lo respeta entonces yo lo hago también.
El mismo
Platón criticó el relativismo por sus consecuencias en el plano ético y
político -haría imposible saber qué está bien, mal, qué es justo, injusto, etc.-
y además, haría imposible alcanzar el conocimiento.
Y eso hay
que tenerlo muy presente cuando uno es expat. Hay que tener valores muy fuertes
para creer que no todo es válido y que sí existe el bien y el mal. Y ser lo suficientemente
firmes para no dejarse llevar por la corriente de otras prácticas.